Le duele la cabeza: aspirina. Le duele la espalda: ibuprofeno. Tiene ansiedad: lorazepam. No puede dormir: rohipnol. Su hijo no atiende en clase: ritalin. No se preocupes si no funciona la pastilla, porque para cada uno de los problemas también hay una versión homeopática-“natural”. Tenemos un remedio por cada situación. 

El mundo es un negocio, un buen negocio. La industria armamentística, la telecomunicación o la alimentación son solo tres ejemplos; pero no hay un aspecto de la vida que no tenga detrás toda una industria organizada para el lucro. La salud misma es un buen postor, pero cuando la salud se convierte en un negocio con desregulación insana, la vida de los usuarios comienza a peligrar.

Es verdad que gracias a la industria farmacéutica vivimos – al menos en ciertas partes del planeta – sustancialmente mejor. Sus productos han erradicado enfermedades como la viruela (erradicación confirmada por la OMS en 1980) y han ayudado a combatir de manera eficaz todo tipo de enfermedades como la lepra o la tuberculosis, que en siglos anteriores causaban terribles problemas de salud pública en muchos lugares del mundo. Igualmente, su estrecha colaboración con la industria química, otros tipos de industria, las universidades y la constante apuesta en el I+D han ayudado al crecimiento económico de muchos lugares y al desarrollo de la ciencia y la tecnología. Pero no deja de ser menos cierto que en muchos momentos, esta industria se ha servido de su poder oligopólico para poner contra las cuerdas a gobiernos e instituciones en situaciones de riesgo sanitario. Tampoco podemos pasar por alto el hecho de que en varias ocasiones, los desarrollos de los laboratorios farmacéuticos han derivado en auténticas chapuzas, caso de la Talidomida; en generar alarmas innecesarias para vender sus productos, como el Tamiflú contra la Gripe A o en múltiples acusaciones a lo largo de los años por sobornos a médicos y políticos, causar muertes con sus productos o la venta de auténticos placebos.

Para poder ver mejor el peso de este sector dentro de la economía mundial y concretamente dentro de los países económicamente desarrollados, vamos a ver en primer lugar qué facturación han tenido las diez mayores empresas farmacéuticas del mundo en dos años del siglo XXI: 2004 y 2015.

El Top 10 de empresas farmacéuticas facturaron en 2004 más de 235.000 millones de dólares, mientras que ocho años después, en 2015, facturaron por valor de 335.000 millones de dólares. Estas diez empresas produjeron por más valor como la 33ª economía, Venezuela, con 337.979 millones de dólares.

Y en España la industria farmacéutica también tiene nombres, siglas y datos; y como todas, la industria farmacéutica es una completa desconocida de cara al debate y la opinión públicas. Podemos hacernos una idea de la magnitud de la cuestión con un dato: el complejo FarmaIndustria (Asociación Nacional Empresarial de la Industria Farmacéutica establecida en España) produjo en 2016 un total de más de 15.000 millones de euros, lo que supone prácticamente una cuarta parte de la inversión pública española en Sanidad el año anterior, que ronda los 65.000 millones, según datos oficiales.

La respuesta a la pregunta «¿quién paga?», que siempre debemos hacernos, tiene una doble cara. La otra pregunta complementaria es: ¿quién se deja pagar? Sin hacer un juicio sumario del tema, los datos publicados dicen que la industria farmacéutica «vertió» 193 millones de euros en eventos, 112 millones para los profesionales, 81 para la organización. Estos eventos ─congresos y reuniones esencialmente─ funcionan para promocionar activamente los intereses comerciales de la industria, de manera que los «profesionales» se ven también beneficiados en su carrera por acudir.

Esto señala un terreno menos conocido de la industria: las otras puertas giratorias. Estas no conectan a miembros de gobiernos o parlamentos en las empresas, sino que establecen una cierta relación entre complejo industrial y servicio. Los servicios se refieren tanto a consultas médicas como a simple y llana publicidad. 

Como si de vender agua en el desierto se tratara, la industria farmacéutica no ha dejado de aumentar sus beneficios.

Pero esto es solo una parte del problema. Los intereses comerciales no se basan simplemente en paliar los problemas más tangibles, porque los beneficios se verían limitados. El negocio que triunfa es siempre el negocio que más abarca, y el que más abarca es el que crea aquellos problemas de los que se puede lucrar.

Y aunque ejemplos de ello los hay en toda la industria, el mundo de la salud se va rigiendo cada vez más por el  principio de «una persona, una pastilla».

Una de las máximas de la democracia liberal contemporánea ha sido “un hombre, un voto”. Pues bien, de vez en cuando, a este sector económico, el farmacéutico, le asalta la idea de reconvertir eso en “una persona, una pastilla”. Las acusaciones de que estas empresas crean enfermedades a propósito para vender sus productos quizás sea excesiva y cuanto menos peligrosa, pero no cabe duda de que ante un conato de enfermedad que pueda ser bastante contagiosa, dichas empresas se movilizan a marchas forzadas para que las instituciones, estatales y mundiales, actúen con celeridad y combatan esa “peste negra” moderna con sus maravillosos fármacos. Por supuesto, no empiezan de cero a cada alerta sanitaria, sino que con los años han conseguido de una manera muy eficaz ir colocando en puestos políticos – que no tienen que ser meramente ejecutivos o gubernamentales, sino simplemente de asesoría – individuos afines a sus intereses o que directamente sean de su empresa. Quizás en España esta situación nos resulte más extraña o más turbia por el hecho de que aquí el lobbismo está prohibido y casi está mezclado con el “enchufismo”, pero en otros lugares como EEUU o la propia Unión Europea es absolutamente legal y está regulado, por lo que es una actividad que sucede con normalidad por unos cauces determinados.