Convertir el consumo de medicamentos en estilo de vida
El término «promoción de la enfermedad» fue acuñado por primera vez por Lynn Payer durante la década del 90, haciendo alusión a una práctica llevada a cabo por la institución médica, encarnada en las poderosas farmacéuticas, algunos médicos asociados a ellas y líderes de opinión (políticos entre ellos).
Consiste en hacer creer a una persona que está enferma o que posee una enfermedad, a partir de argucias como la invención de una patología, la exageración de una dolencia o la transformación de una actividad natural en padecimiento.
«La promoción de la enfermedad puede tornar dolencias ordinarias en problemas médicos, hacer ver síntomas leves como serios, tratar problemas personales como problemas médicos, ver riesgos como enfermedades».
Es, en síntesis, «la venta de patologías que exceden las barreras de la enfermedad y aumentan los mercados de aquellos que venden y distribuyen tratamientos».
El antecedente teórico del concepto de promoción de la enfermedad viene dado por Ivan Ilich, quien explicó hacia la década del 70 el fenómeno basado en la expansión de la medicina hacia la vida de los individuos con el nombre de «medicalización». En Némesis Médica (1975), Ilich menciona una práctica polémica consistente en entregar la responsabilidad social de la salud de los individuos en la institución médica, en sus profesionales, teorías y medicamentos, asumiendo un control cada vez más grande sobre la salud de las personas, convirtiéndolas en pacientes. Existe un debate entre los expertos acerca de las diferencias entre la medicalización y la promoción de la enfermedad. Mientras que para algunos ambos conceptos son similares, para otros la diferencia radica en la forma más definida de la segunda en lo que respecta a sus intenciones económicas, e incluso hay quienes defienden las virtudes que la promoción de la enfermedad puede tener la para salud pública. Pero en general, se considera que «la promoción de la enfermedad es una “variante de la medicalización particularmente perniciosa, cínica, extrema y sucia”» (Doran y Hogue, 2014: 7).
El contexto que rodea la promoción de la enfermedad, se parece más al departamento de publicidad de cualquier empresa privada que a una organización que se encarga de atender la demanda de medicamentos de los ciudadanos con el fin de mejorar su salud y su calidad de vida. Las compañías farmacéuticas están dotadas de un aparato mercadotécnico que se encarga de aplicar estrategias para poner en el mercado los medicamentos, aun cuando no son requeridos; aumentar el número de sus potenciales consumidores, y hacer de las drogas un producto de consumo cotidiano.
En un contexto económico competitivo los medios de información de masas son acaparados por las élites privadas, con el resultado de desequilibrar a su favor las relaciones de poder a través de la propaganda: «Un modelo de propaganda pone el énfasis en esta desigualdad de riqueza y poder, así como en los efectos que ésta produce a diferentes niveles en los intereses y elecciones de los medios de comunicación de masas».
El diseño de las campañas publicitarias no tiene nada que envidiar a las realizadas para las grandes firmas multinacionales o los candidatos políticos. Cuentan con líderes de opinión pagados por las farmacéuticas o con vínculos contractuales con ellas para que desde su posición social promuevan la adquisición de determinado producto farmacéutico, apelan a la presión ejercida a parlamentarios o políticos influyentes para que los controles a las drogas que producen sean mínimos, trabajan en anuencia con importantes periodistas y medios de comunicación que promocionan sus productos y hacen advertencias sobre las supuestas enfermedades que puedan estarse padeciendo, e incluso llegan a conformar asociaciones de usuarios o a apoyar grupos activistas que reclaman cierto tipo de medicamentos como un derecho.
Una de las consecuencias más relevantes de la promoción de la enfermedad, en su búsqueda por ampliar su mercado y colonizar la vida de los potenciales compradores, es lo que se denomina el tránsito del «paciente-pasivo» al «consumidor-activo». Esta idea está sustentada en la dinámica económica contemporánea, en el individualismo metodológico y en la teoría de la elección racional, la cual sostiene que el comprador posee la información suficiente y necesaria para satisfacer plenamente sus apetitos de consumo en el mercado, por lo que tanto el uno como el otro deben permanecer lo más libres posible. En este orden de ideas, el escenario médico se transforma en mercado farmacéutico de tal forma que el individuo deja de ser sujeto pasivo de la prescripción del especialista a convertirse en agente activo que busca de manera libre en el mercado los medicamentos que contribuirán a mejorar su calidad de vida y a lograr sus expectativas de salud:
El aumento de la mercantilización de la salud ha llevado a que los tratamientos médicos se tornen bienes comunes sujetos a las fuerzas del mercado, alentándonos a redefinir nuestra propia percepción de sujetos pacientes a consumidores activos. Mientras la transformación del paciente en consumidor puede ser empoderadora y una ganancia moral, también puede tener efectos adversos para la salud. Las personas saludables se consideran a sí mismas enfermas, toman drogas que no necesitan, experimentan efectos secundarios y pagan los costos por la medicación sin ningún beneficio. Mientras un diagnóstico puede beneficiar a aquellos que están genuinamente enfermos, la creación de «pacientes» que no están realmente enfermos puede crear ansiedad y efectos secundarios debido a los tratamientos, generando de este modo enfermedades genuinas sobrepasando cualquier valor futuro (Doran y Hogue, 2014)
Esta proterva lógica, en la que los aspectos más delicados de la salud individua están puestos en manos de actores externos con el poder para tergiversar la realidad en su favor y en contra de los ciudadanos, está influida por un contexto económico que prioriza la ganancia privada sobre el interés general, una economía de mercado que se sustenta sobre la idea de que la persecución de la satisfacción personal devendrá inevitablemente en beneficio social, sobre la base de la «mano invisible» que pregona el individualismo metodológico.
Una economía en la que lo fundamental es la conquista de mercados antes que la pertinencia de los productos, en la que la concreción de las transacciones comerciales prima sobre la resolución de problemas sociales acuciantes, en la que la maximización egoísta de la ganancia está por encima de las consideraciones altruistas: tal es el escenario para que las empresas farmacéuticas pongan en práctica cuanto recurso tengan a mano para expandir su negocio. Lo peligroso es que con ello expanden también la idea de enfermedad a regiones que antes no había habitado, logrando con ello que el consumo de medicamentos se torne un estilo de vida.