Un fantasma recorre el mundo: mata en las fábricas japonesas bajo nombres exóticos, invalida ejecutivos en América y afecta a uno de cada cuatro trabajadores en la rica Europa. Los expertos lo llaman burnt-out o lo castellanizan como “queme laboral” y parece constituir una epidemia que médicos, expertos y sindicalistas tratan de atajar.
No se sabe cómo ha sido pero al parecer multitud de trabajadores expresa su sufrimiento no como resultado de sus condiciones reales de trabajo (precariedad, sobreexplotación, horarios alargados por el transporte) sino afirmando que su jefe y sus compañeros le persiguen y agobian. Por todo el mundo el éxito del individualismo-emotivista ciega a los trabajadores para concienciar lo real-colectivo de su explotación.
Hoy aprender a trabajar exige aceptar la identidad de precario en una economía globalizada. Estar dispuesto a dejar la casa, el pueblo, los amigos para ir donde el mercado mande. Saber que el contrato no durará más allá de unos meses por lo que todas las relaciones de compañerismo serán transitorias. La propia personalidad del trabajador debe estar disponible para reciclarse y olvidar habilidades: un robot hace que saber soldar a la antigua sea una desventaja para encontrar trabajo de soldador en fábricas de motos japonesas.
El mundo del trabajo es hoy el reino de lo efímero. Las viejas solidaridades que sustentaban la lucha obrera necesitaban tiempo y tradiciones para consolidar confianza mutua que sólo el trabajo estable permite. Para luchar se necesita fijar un espacio de la batalla: el nuevo capitalismo ha aprendido a no enfrentar ninguna batalla y si presiente conflicto cierra la empresa, huye y liquida la relación laboral. Las pérdidas materiales del cierre se compensan por la recepción de otro estado que proveerá de terrenos, “estímulos monetarios” y seguridades de la docilidad de la mano de obra. Con la globalización la retirada-huida de capitales resulta la táctica más eficaz del empresario para doblegar cualquier resistencia obrera.
El trabajo se reduce entonces a un contrato individual entre el trabajador y la empresa, presidida en algunos casos por el secreto respecto a salario o disponibilidad horaria. De ahí que la realidad subjetiva de un Nosotros (la clase obrera) no es evidente, ni logra fundar ninguna identidad distinta del Yo. Individuación y egoísmo son la única brújula para orientarse en la empresa buscando el lucro personal que aprenden los trabajadores. Aprendizaje que conduce a la soledad, la suspicacia y la interpretación querulante de su malvivir. Ya no son las relaciones de trabajo lo que genera mi sufrimiento sino tal o cual jefe concreto que no busca la productividad y por tanto mi explotación sino mi sufrimiento…
Esas vivencias del quemado es obvio que proceden de una insolidaridad previa que cegó la memoria colectiva, se desinteresó de los convenios colectivos practicando el cinismo –yo a lo mío– cuando se maltrató a otros. Por eso la indefensión del trabajador individualizado caído en desgracia es tan patética: si nunca confió en los compañeros mucho menos puede hacerlo ahora. El quemado cogido en una pinza entre la explotación de los de arriba y desesperando de la solidaridad de los de abajo progresa hacia una situación imposible.
¿Tienen mis males remedio? El trabajador quemado no tiene otra salida para esa situación que etiquetar su sufrimiento laboral de enfermedad y confiar en los aparatos médicos que los restos del estado del bienestar le ofrecen. El médico de familia o el psiquiatra de turno le recomendarán una baja y unas pastillas adormideras que, tras un corto alivio por alejarse del lugar de tormento, le dejarán aún más indefenso en su empresa al ser etiquetado de vago-simulador. De ahí que la vuelta al trabajo sea cada vez más problemática y en muchos casos imposible.
¡Ay, jubílame! ¡Ay, por tu madre, jubílame! Esta copla de Carlos Cano parece ser el único futuro perfecto para el quemado. Pero la verdad es que no sólo para él. Jubilarse es el deseo central que preside los sueños colectivos del trabajador postmoderno. En la economía globalizada el trabajo es un simple ganapán que hace anacrónicas las vivencias de las viejas maestrías del trabajo artesanal. Antaño ser un virtuoso del torno o la soldadura proporcionaba un prestigio cercano al virtuosismo artístico que trascendía los muros de la fábrica y dotaba al maestro de taller de un carisma en el barrio hoy desconocido. La vieja comunidad del barrio está subsumida en el intimismo del pisito, el anonimato y el nomadeo de fin de semana. De ahí que el rentista –el que recibe dinero sin esfuerzo– emerja como el ideal del obrero precario.
Obreros que faltos de cualquier vínculo no dinerario con sus tareas viven el trabajo como secuestro del gozo que sueñan existe en la vida ociosa. Ulises puede ser entonces su maestro moral. Alguien que, ducho en trampas, no duda en transformarse en nadie o traicionar y sacrificar a sus compañeros de Odisea con tal de llegar a la tranquila vejez en Itaca. En las luchas del sector naval asturiano trabajadores que vieron amenazada su pre-jubilación no dudaron en consentir el despido de la plantilla joven en la que figuraban algunos de sus hijos. Quizás los horrores de no saber qué hacer con el tiempo vacío de la jubilación, el hastío de andar en bicicleta, de perfeccionar el arte de la chapuza o de alargar las partidas de cartas y las copas de mañana y tarde, les hagan añorar las viejas identidades del trabajo, el barrio y el sindicato. Ojalá la tristeza de contemplar ese futuro probable despierte en los jóvenes obreros las energías utópicas para transformar el trabajo y la vida en espacios por donde transitar sin los agobios del tiempo vendido como trabajo o el reclamo de un retiro que es sólo un esperar adormecido de la muerte.
Guillermo R. Olmedo (psiquiatra)-
Extracto: (Medicalización , psiquiatrización …¿despsiquiatrización?)