El Dr. Moscati (Benevento, Italia, 1880-Nápoles, 1927) fue un profesional comprometido, en cuerpo y alma, con su vocación. Giusseppe Moscati había nacido el 25 de julio de 1880 en Benevento. Su padre era presidente del Tribunal de Justicia. A pesar de la influencia de los masones en muchos ambientes, sobre todo entre los hombres que tenían cargos públicos, nunca negó su fe católica. Cuando Giusseppe tenía ocho años la familia se trasladó a Nápoles, pues a su padre le ofrecieron un cargo superior.
En 1892, sucede un acontecimiento trágico que cambiará el curso de su existencia: como consecuencia de una caída del caballo en una parada militar en Turin, su hermano Alberto queda epiléptico. Giuseppe adquiere la costumbre de pasar largas horas junto a su cabecera para cuidarlo, y de ahí madura en él la decisión de hacerse médico. El caso, único en la familia, no deja de suscitar discusiones, pero él mantiene su resolución. En 1897, a la edad de 61 años, muere su padre. Giuseppe, que acaba de pasar el bachillerato, se inscribe resueltamente en la facultad de medicina. Los motivos de su elección quedarán de manifiesto más tarde, al dirigirse a sus alumnos: «• Recuerden que, al optar por la medicina, se han comprometido en una misión sublime… perseveren practicando… la compasión hacia los que sufren, con fe y entusiasmo, sordos a los halagos y a las críticas, dispuestos solamente al bien».
Con excelentes calificaciones, Giusseppe concluye sus estudios de segunda enseñanza, especialmente en Biología, Física y Química y se decide, sin dudarlo, por la carrera de Medicina. Quiere mitigar los dolores, del cuerpo y del alma, de incontables hermanos que sufren, pero de manera especial de esos otros enfermos a los que parece que casi nadie quiere porque sólo hay que esperar que se despidan de este mundo: los desahuciados.
En 1903 obtuvo el Doctorado en Medicina y enseguida empezó a trabajar en el hospital para incurables más grande de la ciudad. Fue director de la sección de tuberculosis de todos los hospitales de la región, además de catedrático de Anatomía patológica, Fisiología humana y de Química fisiológica. Fueron notables sus descubrimientos en el campo de la bioquímica, con más de 30 trabajos científicos publicados en Italia y en el extranjero.
Muy pronto, pacientes y médicos colegas, advierten que Moscati no es un médico más, antepone día y noche el servicio a los enfermos a cualquier asunto de su vida privada. Prescribe a cada enfermo todo y sólo lo que realmente necesita. Por las noches hay que estudiar los casos a conciencia y estar al día en su profesión; su dedicación le vale en los siguientes años una prestigiosa carrera públicamente reconocida.
Tras largas jornadas diarias de trabajo, consideraba su agotamiento por los demás como parte de una profesión que amaba apasionadamente y que ejerció con hondo sentido humano, con el firme sostén de su fe. Si este gran médico se hubiera dedicado a la sola enseñanza, fácilmente se hubiera procurado una vida famosa, bien remunerada, en menos tiempo y más cómoda. Pero Moscati no busca ni la gloria del mundo ni las riquezas. Si estudia más y crece su prestigio, es para poner su ciencia al servicio de los demás. Busca al hombre que sufre y a Cristo en ellos. Si lo felicitan por una operación difícil con la que salva la vida de un paciente, le quita importancia al elogio: —El Señor dirige todo, también la mano del médico,a Él sólo hay que dar las gracias.
Muy conocido en Nápoles, es frecuente verle andar por aquellas calles estrechas y bulliciosas de los barrios más pobres, donde la ropa recién lavada se tiende entre las fachadas. Por allí anda el médico, esquivando perros, mendigos y los juegos de niños gritones. A través de una ventana, se oye, una voz. Es una señora regordeta, lo más parecido, por fuera, a una soprano: —Dottore..!!: ¿vendrá al regreso a ver a mi hijo mayor que sigue enfermo…? Don Giusseppe asiente con sincera sonrisa. De noche, con los ojos cargados de sueño después de haber visto decenas de pacientes, llega cariñoso hasta la cabecera de ese último. Asiste a cada una de las visitas con buena cara…, y siempre con un calor humano y delicadeza inconfundibles. Es un médico que cura con amor.
Hay que atender siempre las llamadas de emergencia, también cuando las hacen los pobres, a los que casi no les cobra nada; muy frecuentemente él mismo les da dinero para procurarse las medicinas. Cuando es oportuno ofrece su ayuda para que les atienda un sacerdote en los últimos momentos. Es un hombre feliz, su vocación da plenamente sentido a su vida. En cada enfermo ve mucho más que un cliente: cualquier persona, el más desgraciado o hundido en los vicios, —¡qué importa quién!— necesita no únicamente de sus cuidados médicos, sino también de sus consuelos. Para el doctor Moscati cada persona enferma es el mismo Cristo que se le acerca para pedir ayuda: Estuve enfermo y me visitasteis (Mt. 25, 26).
Giusseppe Moscati saca toda su fuerza de la oración y de la Misa, a la que asiste a diario cuando apenas amanece. Si no, ¿cómo seguir adelante y tener una sonrisa amable para todos? Además, practica con naturalidad el ayuno porque la atención a los enfermos le lleva a un no parar ni un momento. Ama su profesión apasionadamente y la ejerce con hondo sentido humano. En una carta escribe: ¿Por qué rechazar el sufrimiento? El Señor sufrió sin medida por mí. Me duele el pensamiento de que tantos hombres desprecian el amor divino.
En el año 1906, durante la erupción del Vesubio -volcán cercano a Nápoles- comienza una lluvia de ceniza y Moscati, de inmediato, avisado del peligro para el hospital, da la orden de evacuación y todos los enfermos son llevados a lugares provisionales de protección. Cuando apenas han sacado al último, el techo del hospital se derrumba bajo el peso de la ceniza y de la lava y la mayor parte del edificio queda inservible. Él dirigió y participó durante largas horas en el desalojo de un gran hospital, ayudando a trasladar enfermos a un lugar seguro mientras sus compañeros abandonaban el lugar.
Durante la epidemia de cólera de 1911 en Nápoles, se mantuvo en su puesto, sosteniendo las tareas más difíciles en las zonas más pobres de la ciudad, a pesar de que los demás médicos se ausentaban.
En 1911 fue nombrado director del Hospital de Incurables y se le encomendó la formación de los estudiantes de medicina. Las siguientes palabras, que dijo el 17 de octubre de 1922, puede considerarse como el resumen de su vida de médico, hombre de ciencia y de fe: Ama la verdad, muéstrate como eres, sin falsedades, sin miedos ni miramientos. Y si la verdad te cuesta la persecución, acéptala; si te cuesta el tormento, sopórtalo. Y si por la verdad tuvieses que sacrificarte tu mismo y tu vida, se fuerte en el sacrificio.
En otra ocasión el Doctor Moscati escribía a un joven doctor, alumno suyo recomendándole cómo debe atender a sus pacientes: no sólo se debe ocupar del cuerpo, sino de las almas, con el consejo, y entrando en el espíritu, antes que con las frías prescripciones que hay que llevar al farmacéutico.
Como anécdota, una semana antes de morir, entre tantos pacientes, el Doctor Moscati examina a un sacerdote enfermo, el Padre Casimiro.
Al terminar, el médico le pregunta: —¿Desde cuándo no celebra usted la Santa Misa?
El sacerdote contesta: —Desde hace dos meses .
—Pues… pronto se curará y por eso le quiero pedir que por favor ofrezca esa primera Misa por mí, le dijo el médico.
Una semana después comienza Moscati su jomada idéntica, como todos los días. La mañana es de trabajo agitado en la clínica. Llega a casa y todavía hay que atender a muchos pacientes que le esperan. A las tres de la tarde se retira a su privado y dice a la enfermera que no se siente bien. Cuando poco después entra ella, le encuentra sentado con los brazos cruzados, no hacía ni cinco minutos que acababa de morir.
Al día siguiente el Padre Casimiro bajó por primera vez a la capilla del hospital para ofrecer la primera Santa Misa después de su recuperación. Allí le dijeron que Moscati había muerto. Murió a los 47 años.
Después de la muerte del doctor, su hermana Ana aseguró que durante su vida, dedicó todas sus ganancias -que no eran pocas- a los pobres, sin quedarse con nada. Los ciudadanos de Nápoles decían “ha muerto el médico santo”, mientras que los pobres lloraban la pérdida de su amigo y doctor.
Por naturaleza y vocación, Moscati fue ante todo y sobre todo el médico que cura: responder a las necesidades de los hombres y a sus sufrimientos fue para él una necesidad imperiosa e imprescindible. El dolor del que está enfermo llegaba a él como el grito de un hermano a quien otro hermano, el médico, debía acudir con el ardor del amor. El móvil de su actividad como médico no fue, pues, solamente el deber profesional, sino la conciencia de haber sido puesto por Dios en el mundo para obrar según sus planes y para llevar, con amor, el alivio que la ciencia médica ofrece, mitigando el dolor y haciendo recobrar la salud. Por lo tanto, se anticipó y fue protagonista de esa humanización de la medicina, que hoy se siente como condición necesaria para una renovada atención y asistencia al que sufre. Estas fueran las palabras que pronunció Juan Pablo II, en la homilía en la Ceremonia de canonización del Doctor José Moscati, el 16 de octubre de 1987.