ROTOEl gasto de las farmacéuticas en la formación de médicos es publicidad. Hablamos de cursos patrocinados; pago de inscripciones a congresos, viajes, hoteles y comidas; el “alquiler” de expertos para que actúen de `advisors´ o como conferenciantes para “vender” productos a los colegas; la financiación de sociedades científicas y de pacientes; el patrocinio de congresos; la compra de publicidad, números especiales y separatas de artículos en las revistas científicas; ensayos clínicos comerciales…

Todas son iniciativas que tienen una finalidad  publicitaria y que han demostrado sobradamente su capacidad para influir en toda la cadena del conocimiento biomédico: generación, difusión, síntesis y aplicación.

Por eso, la industria farmacéutica gasta el doble en publicidad que en investigación (24,4% frente al 13,4%); porque su negocio es ganar dinero. Pero la apuesta de la industria por un modelo de negocio basado en la publicidad está teniendo consecuencias graves para la medicina: se está desperdiciando el 85% de todos los recursos destinados a investigación biomédica en mala ciencia; menos del 10% de todos los nuevos medicamentos introducidos en el mercado en las últimas décadas son realmente innovadores, y la capacidad de influencia de la industria ha puesto en evidencia los sistemas de gobernanza de agencias reguladoras e instituciones académicas y profesionales, generando lo que la Universidad de Harvard denomina una “institutional corruption”.

No todas las interacciones con la industria son negativas. Pero la imposibilidad para “separar el grano de la paja” en el actual contexto -desregulado, opaco y permisivo- obliga a considerar que todas las relaciones tienen alto riesgo de sesgo, a no dejar que sean las propias farmacéuticas quienes decidan qué es o no es formación, y a instrumentar mecanismos serios de salvaguarda que impidan que este modelo de negocio basado en la publicidad siga haciendo daño a la medicina.

La capacidad de influencia de la industria ha puesto en evidencia los sistemas de gobernanza de agencias reguladoras e instituciones académicas y profesionales.

Desde hace tiempo, a pesar de existir el marco jurídico que regula la relación entre profesionales sanitarios e industria farmacéutica se ha dejado la labor de control y supervisión a la propia industria farmacéutica, que supo jugar su baza diseñando un Código de Buenas Prácticas que esgrime como innovación en el autocontrol cada vez que alguien les acusaba de algo.

En efecto, estamos muy lejos de un marco que garantice el buen gobierno del conocimiento biomédico. La legislación es claramente insuficiente y la autoregulación de la industria una campaña de imagen y estrategia de captura de políticas; hay una elevada penetración de las farmacéuticas en la inmensa mayoría de las sociedades científicas españolas, que son generalmente organizaciones opacas, con una mínima rendición de cuentas y transparencia, lejos de los estándares que se exigen en otros países o, en España, a otras instituciones con actividad pública; las farmacéuticas tienen casi el monopolio de cursos y actividades docentes, organizados sin ningún sistema que garantice su independencia (como sí pasa en EE.UU), y son las principales financiadoras de unos populares congresos médicos muy criticados en sus actuales formatos; los contactos comerciales con los profesionales son prevalentes, repetidos e intensos, incluyendo a residentes y estudiantes; mientras, los médicos mantienen una mínima conciencia de la capacidad de la industria para sesgar sus decisiones.

Las farmacéuticas tienen casi el monopolio de cursos y actividades docentes, organizados sin ningún sistema que garantice su independencia

Hoy en día es simplemente anticientífico legitimar políticamente un discurso que defiende que estas actividades publicitarias son formativas. Ningún estudio ha demostrado que los contactos de los médicos con la industria en sus diferentes formatos “formativos”, tengan efectos beneficiosos; más bien, todo lo contrario. Los fondos que la industria etiqueta como formación son publicidad y debe tributar por ellos como hace cualquier otra empresa. Hay que ir más allá y atender las demandas de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa que en 2015 solicitaba “introducir un impuesto obligatorio sobre las actividades de promoción de la industria farmacéutica que sea utilizado, entre otras cosas, para financiar un fondo público destinado a la formación independiente de los profesionales de la salud”.

El verdadero debate está en cómo articular un sistema que proteja el conocimiento biomédico y no en cómo legitimar el sesgo. La industria debe tributar fuertemente por su inversión en publicidad (porque hace daño, como el marketing del tabaco) y sean las organizaciones sanitarias públicas, quienes reciban los fondos así recaudados para gestionar la formación continuada de sus profesionales con criterios de transparencia, independencia e interés público.

Por un lado, el énfasis en la necesidad de control por parte de las instituciones públicas y de aplicación de la legislación vigente parece dejar de lado la importancia de los valores éticos de los profesionales sanitarios que deberían considerar como inaceptable el dejarse corromper por parte de cualquier tipo de industria, empleador o agente externo al acto clínico.

Por otro lado, la justificación de que lo que hace la industria es legal y que si se mueven en los márgenes de la legalidad está justificado porque son una empresa y quieren maximizar beneficios, parece exonerar al corruptor de todo tipo de responsabilidad ética. Hay que preguntarse si ¿es moral aceptar dinero (o formación) de la industria farmacéutica sabiendo que proviene parcialmente del resultado de acciones que han causado daño a los pacientes?

El procedimiento para que aquellas sociedades científicas que demuestren contar con sistemas de buen gobierno accedan a parte de estos fondos sería semejante al utilizado en investigación: convocatorias competitivas, con descriptores estratégicos, dependiendo de las necesidades del sistema, y obligación estricta de rendición de cuentas y transparencia. Los fondos recibidos por los profesionales por estas vías no tributan. Los médicos que decidan seguir beneficiándose directamente de las “transferencias de valor” de la industria deberán declararlas, tributar y ser apartados, por sus conflictos de interés, de cualquier comisión clínica asesora u órgano de decisión con trascendencia pública o profesional.

Y ninguna de estas cosas se podrá cambiar si no hay una implicación potente por parte de las instituciones de ocupar el lugar que les compete y dibujar un escenario de poder en el que sean algo más que una figura de cartón institucional que deja a la empresa hacer a su gusto mientras le abre las puertas de la financiación pública de sus productos.

“Los ciudadanos no merecen los sucesivos gobiernos que se han limitado a leer en los periódicos las estafas, expolios, robos y otras actividades delictivas cometidas por las compañías farmacéuticas. Estos gobiernos no han reclamado compensaciones por daños, no han aplicado sanciones, y hacen ver que no se enteran de que tienen un sistema de salud lleno de ladrones”