La ausencia de una nueva racionalidad que supere el reduccionismo de la modernidad, trae graves consecuencias, situaciones caóticas, en la organización de la vida social que se resuelven acrecentando las injusticias.
La propia crisis de los servicios sanitarios es en el fondo la crisis de la racionalidad.
A nadie pasa desapercibida la difícil situación que mantienen nuestros servicios sanitarios en su intento de responder a la demanda generada en la población. Esta crisis está marcada por dos notas que la caracterizan: su extensión en el tiempo y su expansión en el espacio.
En efecto, hace ya cuatro décadas que se inició y está presente en todos los países, enriquecidos o empobrecidos, del norte o del sur, del este o del oeste; estamos acostumbrados a leer y oír análisis que presentan como causas de esta situación lo que son sus consecuencias: falta de presupuesto, mala gestión, desmotivación de los profesionales, masificación, deshumanización, mal uso por parte de los demandantes … Si bien es cierto que tras un periodo inicial, los efectos pasan a ser factores mantenedores del círculo vicioso que los produce, no podemos ignorar la gran contradicción que subyace en este problema a cuyos efectos denominamos crisis.
A saber:
1.- Lo que la población demanda es cubrir las expectativas que los propios servicios sanitarios han creado, acerca de su capacidad de curar las enfermedades y con ello garantizar la salud y la supervivencia. Se presenta como prueba demostrativa el aumento de la esperanza de vida alcanzado durante el presente siglo en los países desarrollados.
El antiguo paradigma positivista aplicado al campo de la salud en su afán simplificador y determinista, había elaborado el concepto central de toda su reflexión: la enfermedad, entendida esta como la alteración fisico-química de alguna parcela del organismo humano. Este concepto permite el uso del método cartesiano: se podía dividir el organismo en cuantas piezas se desease, se podía estudiar, reparar y volver a engranar en la maquinaria general; y en cada una de estas piezas se podían estudiar multitud de alteraciones distintas, según fuera la causa actuante.
El desarrollo de la tecnología física y química permitió los diagnósticos y tratamientos. Por el uso del microscopio se aislaron gérmenes en pleno auge del positivismo (mitad del siglo XIX) y se les erigieron en causa lineal de enfermedades específicas; la tecnología química aportó los antibióticos, y con ellos la posibilidad teórica de curación de las enfermedades específicas, previamente acotadas y definidas en función del germen causante. El éxito de estas medidas aplicadas a situaciones individuales instantáneas, generó la falacia de extender la misma explicación al descenso de la mortalidad a nivel poblacional.
En esta euforia cientifista pasó desapercibido que al éxito terapéutico individual se había sumado la mejora nutricional y con ella la menor gravedad de los procesos y sobre todo la mejora global de las condiciones de vida e higiene y con ello el descenso de la transmisión, es decir, de la presentación de dichas enfermedades sin que llegara a ser necesaria la curación.
Estos efectos sumados, pero imputados sólo a la capacidad de curar, originó lo que se ha dado en llamar, «apropiación indebida» por la medicina del conjunto de éxitos en la salud logrados por los cambios sociales habidos a lo largo del siglo. Por tanto las expectativas creadas en torno a la capacidad curativa de la medicina no tienen base empírica real.
Es cierto que la tecnología aplicada a situaciones individuales accidentales ha tenido éxito, pero en situaciones endémicas se generan resistencias a los antibióticos, o a los insecticidas etc., lo que pone de manifiesto la imposibilidad de abordar desde un paradigma simplificador situaciones complejas (el éxito del tratamiento contra la tuberculosis para situaciones accidentales en países de baja incidencia, no logra reducir el problema de la tuberculosis en la India, a pesar de las fuertes ayudas a los programas internacionales contra esta enfermedad que, al parecer, sólo benefician a las multinacionales productoras de estos medicamentos).
En un debate internacional sobre la crisis de la Salud Pública se preguntaba:
– «¿Hay generación de salud en la erradicación de enfermedades específicas, cuando esas enfermedades se eliminan -si es que es posible- por procedimientos exógenos, ajenos al desarrollo socio-cultural?».
– «¿Viven en salud las personas obligadas o sometidas a vivir en condiciones de habitat, de trabajo o falta de ocupación que las incapacita para su desarrollo cultural, aunque no padezcan enferme dad médica y específica alguna?».
-«¿Hasta qué punto la consolidación de las enfermedades como entidades impide o dificulta que sean analizadas como resultantes de las relaciones sociales?».
– «¿Podemos intentar reordenar y depurar el conocimiento médico y epidemiológico para ir abandonando la clínica de las enfermedades y epidemiología de las enfermedades sustituyéndolas por conceptualizaciones abiertas y dinámicas del padecer de las personas en los nidos socioecológicos en que tienen que vivir?».
-«¿Puede todo este esfuerzo llegar a integrar lo físico-químico en el contexto sociológico en que ocurre y, de esa forma, lo individual en lo colectivo y lo colectivo en lo solidario?».
Estas preguntas ponen de manifiesto la superación del punto de partida. No puede ser por más tiempo la enfermedad el concepto central de la reflexión, resultando la salud una idea sin contenido, definida sólo como simple ausencia de enfermedad en un individuo, y con ello la hegemonía de la utópica idea de la curación de las enfermedades como camino hacia la salud, vehiculado por los servicios médicos encargados de aplicar la ciencia médica.
2.- Pero esta demanda está realizada desde una nueva sensibilidad social, basada en la conciencia de unos derechos humanos inalienables a toda persona. En nuestro caso esta exigencia es recogida por la Constitución como el derecho de todo ciudadano a la protección de su salud: «Todos tienen derecho».
En el paradigma positivista este derecho fue interpretado en clave de universalización de los servicios médicos: «todos los individuos tienen derecho a ser curados de cualquier enfermedad que les quite la salud». Este proceso fue emprendido en los años 50-60 (según los países occidentales), cuando la transición demográfica estaba generando una población joven y el desarrollo económico había posibilitado el gran descenso de la tuberculosis, de la mortalidad infantil, y en general de todo el conjunto de las enfermedades infecciosas tradicionales.
El problema se plantea cuando la población, por un lado, envejece y presenta problemas degenerativos o crónicos de origen biológico o por el cúmulo de riesgos en su historia de vida y, por otro, las desigualdades sociales se acrecientan apareciendo la polarización social, a la que se suman fuertes corrientes migratorias de países empobrecidos por razones económicas o políticas. ¿Cómo curar tanta enfermedad que, además, con tanta frecuencia es incurable?; el deterioro de las condiciones de vida hace incluso rebrotar enfermedades ya controladas.
¿Y si asumiéramos que Todos no es el sumatorio de los individuos sino que estos individuos se organizan en un nivel superior, la organización social, en la que emergen estructuras no existentes en los individuos aislados y que repercuten sobre ellos? Empezaríamos así a dar contenido al concepto de salud, pero en un nuevo nivel organizacional que supera el enfoque biológico-mecanicista e individual.
En palabras de Enrique Nájera: «La salud debe considerarse probablemente como la capacidad social para gozar de la vida, para sentir el placer de vivir, para tener calidad de vida, y por tanto depende mucho más de las exigencias sociales, de la solidaridad y de la cultura que de factores exógenos, aunque estos puedan generar incapacidades».
En estas palabras están presentes elementos antropológicos como la posibilidad del sentido de la propia vida, ¿cómo, si no, sentir el placer de vivir?. La salud queda así planteada en un plano que integra pero supera a la biología, son temas filosóficos, antropológicos, axiológicos, sociales, políticos y económicos los que se relacionan con las condiciones de salud de las poblaciones, en las que se fragua la aparición de las enfermedades como un elemento más, a veces ni el más importante, a tener presente en el metaconcepto de salud. Es actuando sobre la salud como podríamos responder a las demandas de la población que en su fase final aparecen como demandas medicalizadas en el nivel individual.
Sin embargo la fijación al viejo paradigma genera respuestas inadecuadas que agravan la crisis. En efecto, ideas mutiladas generan opciones mutilantes. Es el caso de la respuesta que solemos encontrar ante la evidencia de que no es posible garantizar el derecho a la salud de todos los ciudadanos intentando curar las enfermedades de todos los individuos una vez instauradas.
Dos actitudes, carentes de racionalidad, si se presentan como forma de afrontar el problema planteado, son frecuentes:
1.- Los que tratan de mantener vigente el derecho, incumplido, de los ciudadanos a la protección de su salud. Desde una actitud voluntarista, de corte paternalista demagógico, se exige la universalización de los servicios desde la simplificación que esta idea tuvo en la etapa industrial; es más, se exige que este servicio público sea competitivo con la calidad del servicio privado.
Nos preguntamos: universalización ¿de toda la tecnología disponible?, ¿sólo de la evaluada?, ¿evaluada por quién?, ¿siempre en el máximo grado de especialización?, ¿siempre en el mismo momento en que se percibe la necesidad?, ¿respuesta al consumo ansioso basado en la desconfianza?, ¿en la desconfianza de que no se cura todo y siempre?, ¿a quién beneficia la medicalización de los problemas?.
Es evidente que esta actitud desemboca en exigir «garantías mínimas de unos servicios cada vez más mínimos; exigencia que se lleva a cabo desde la fragmentariedad cartesiana de la asistencia a la enfermedad sin conexión con las condiciones de salud.
Creo que no hay que esforzarse mucho para constatar que el salto automático desde la sensibilidad social por la igualdad y dignidad humanas, a la voluntad de su cumplimiento a través de fórmulas heredadas de otros contextos históricos, sin que medie comprensión alguna del problema, sólo puede generar activismo demagógico que aumenta las injusticias. No es que no abogue por la universalización, pero ¿de qué? y ¿cómo?, planteado así, genéricamente, beneficia a los expendedores de unos resultados científicos universalmente válidos, ahistóricos, y descontextualizados del entorno en el que se aplican.
2.- Los que «respetan» el derecho de todos a la protección de su salud, a través de la culpabilización de la víctima. Adheridos al paradigma neopositivista, se amplía la monocausalidad lineal de la enfermedad (el germen), a un concepto multicausal también lineal, incorporando en su estudio técnicas estadísticas que suavizan el determinismo. Así se elaboran los conceptos de factor de riesgo de las enfermedades y de estilos de vida saludables, construidos combinando la supresión de factores de riesgo.
A partir de aquí es obligado prevenir de este modo las enfermedades; los servicios sanitarios incorporan la nueva tarea de la educación sanitaria. Desde ahora contraer una enfermedad será transgredir alguna norma de los estilos de vida saludables. Se da por supuesto que existe capacidad de elección individual para llevar una vida acorde con las hipótesis -convertidas en normas- que manan de los a priori de las formas de vida burguesas, desde donde está instalada la investigación científica.
Esta segunda opción se hace las siguientes preguntas:
– ¿Tiene la sociedad que pagar los carísimos tratamientos contra enfermedades incurables que se hubiesen prevenido eliminando el consumo de una droga o sustancia tóxica?
– ¿Hay que pagar el tratamiento y larga rehabilitación de un politraumatizado que hubiese prevenido el accidente, evitando el consumo de alcohol previo a la conducción de un vehículo?
– ¿Hay que pagar el tratamiento de una intoxicación a un trabajador que aplique plaguicida sin mascarilla o ropa adecuada y que no se somete a controles biológicos que detecten su vulnerabilidad al tóxico?
Pero no se hace las preguntas complementarias:
– ¿Se ha excluido el joven drogadicto de la sociedad, o de entre el alto porcentaje de personas que la sociedad excluye, algunos se drogan?
– ¿Ha favorecido la sociedad la educación de la voluntad del joven -estudio y trabajo- como para que no beba en una fiesta, donde la bebida tiene un papel protagonista, porque es responsable de la conducción del vehículo?
¿Han pensado los servicios preventivos que la mascarilla y ropa de caucho, es la única protección ofertada tanto para la planta industrial con aire acondicionado como para el invernadero con más de 40º?, si al trabajador eventual se le detecta riesgo de intoxicación ¿qué puede elegir?, ¿el paro? …
Al final del proceso sólo un tramo del espectro social -el de la buena conducta- tendría derecho al uso de los servicios de Salud Pública, para el resto «bastante es conceder servicios mínimos en respuesta a conductas antisociales que no velan por el bien común» -el de los que están bien, por supuesto.
Culpabilizando a la víctima se excusa su exclusión del derecho al uso de los servicios en condiciones de igualdad. Se pone así de manifiesto la insensibilidad social que vuelve a estadios ya superados en la historia.
Mientras el anacrónico paradigma positivista se refuerza en la oferta privada de servicios médicos, que incorporan toda la tecnología generada por la ciencia positivista, como única respuesta válida a la enfermedad. En esta ocasión el paradigma clásico responde bien, porque ha eliminado de su realidad -reduciendo y simplificándola como le es propio- el objetivo de responder a los problemas de salud de todos. Quien paga servicios privados o bien tiene pocas enfermedades, quizás porque goce de buena salud, lo que le permite una prima de seguro asequible; o bien cuenta con recursos suficientes para cubrir sobradamente todas sus necesidades, siendo su enfermedad un accidente en medio de unas condiciones de vida ya saludables.
Lo grave es que este modelo termina siendo deseado por todos y es la medida para evaluar la validez de los servicios públicos. Ello conlleva la aceptación de una estructura de pensamiento que niega en su propia esencia la solidaridad, elemento clave del concepto de salud, desde el que habría que construir el nuevo paradigma.
Citando a Morín: «Lo que afecta a un paradigma, la clave de todo sistema de pensamiento, afecta a la vez a la ontología, metodología, epistemología, lógica y en consecuencia a la práctica, a la sociedad y a la política».