La condición vulnerable del ser humano inaugura la dimensión solidaria y pone en juego una respuesta de atención solícita hacia un ser humano que merece vivir . El otro frágil se presenta ante uno mismo y ante los demás como tarea, como un deber ético universal. Constituye una responsabilidad que podría implorarse aunque nunca exigirse mediante la fuerza del derecho a quien no quisiera asumirla.

Sostiene E. Mounier que compadecerse «es un acto de acogimiento y un esfuerzo de concentración, es tomar sobre sí, asumir el destino, la pena, la alegría, la tarea de los otros: sentir dolor en el pecho». Y ese dolor está en vías de convertirse en compasión efectiva y responsable porque abre el corazón para que de él brote la pena al exterior y la convierta en auténtica solidaridad.

Asevera E.Bonete que un criterio principal de la moralidad social debería formularse al estilo kantiano en los siguientes términos: «obra del tal modo que contribuyas siempre a mejorar las condiciones de los menos favorecidos, pacientes, dolientes, dependientes y discapacitados que cerca de ti se hallan». De este modo la compasión se convierte no en nuestra debilidad sino en nuestra fortaleza, en la fortaleza de los débiles que provocan la construcción de potentes redes de reciprocidad y solidaridad en la sociedad. La solidaridad que conduce a ayudar al otro acaba superando la justicia, la ventaja distributiva, y situándose en la virtud de la caridad. Y ambas -justicia y caridad- se fundamentan en la compasión. Schopenhauer se apoya en la compasión como «única medida que permite contrarrestar los impulsos egocéntricos del hombre» .

Si partimos del principio de que no hay vida humana indigna, lo que sí hay, en cambio, son comportamientos humanos indignos, inmorales, irresponsables. La exigencia ontológica de la realidad humana dirige a todos los hombres el cumplimiento del deber de custodiar, cuidar y responder ante todos los seres humanos. Pero más responsabilidad y compromiso debería tenerse con respecto a los frágiles, débiles, enfermos... aquellos que son más desgraciados que nosotros.

El sentimiento de compasión con los sufrientes debe ser el motor de la acción y el criterio de la moralidad del obrar humano «situándose en la base de la caridad auténtica» . En cambio, la falta de compasión que rechaza al que sufre, al que no se quiere cuidar, supone sustraerse de la forma más barata del deber de solidaridad y responsabilidad con los más débiles. Es el resultado de sociedades hipereconomizadas  que verían reducidos los costes que le acarrea al Estado la atención de esos enfermos. Por eso Hobbes y su contractualismo utilitarista son incapaces de fundamentar el cuidado y la solidaridad hacia el débil y necesitado. En su planteamiento solo sería ventajosa -útil- la atención que aportara un beneficio. Y dada su coherencia, no pueden aceptar sin cálculos numéricos el incondicionado respeto del otro  y la ayuda al que sufre. Por más que no se quiera se trata de una lógica ética deshonesta por anticompasiva que no beneficia a la sociedad.

Cuando la enfermedad grave de un ser humano supone su desarrollo defectuoso, lo que se da es una falta de correspondencia perfecta entre lo visual externo -la apariencia- y lo interno del ser humano. En esa situación algunos dudan de la posesión de  dignidad de esa persona, sobre todo en una sociedad que confunde dignidad con utilidad y calidad de vida, con bienestar total y racionalidad, con belleza. Pero precisamente en esos casos el reconocimiento del enfermo no solo debería conducir a tratarle y respetarle por ser quien es sino que «se ha de dar un salto cualitativo en su trato, un tránsito del respeto ontológico a la ayuda, de una altruista tolerancia al cuidado responsable» . Este es el único modo de tratarlo como un ser humano real —como una persona— y no como un pseudohumano.

La grandeza de la humanidad, la excelencia de una sociedad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Sería una compasión cierta pero insuficiente —irresponsable- sentir afectivamente una cierta pena por el que sufre pero sin ejecutar las consiguientes acciones que remedien el dolor. Y esto es aplicable tanto al individuo como a la sociedad. De modo que «una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente es una sociedad cruel e inhumana» (Benedicto XVI) . Por lo tanto podemos declarar que la calidad humana de un país, la hondura de un pueblo se mide y se prueba por el cuidado y el esmero que pone en sus ciudadanos más débiles y frágiles (J Toulat), en ayudarles, en atenderles y sostenerles, en quererles como son. Es la piedra de toque de la justicia. La vida de cada ser humano es un proyecto que requiere incontables cuidados durante su vida. Y la vida de los enfermos —con más énfasis la de los graves— pone a prueba la humanidad de los hombres, aunque con demasiada frecuencia no resistimos o el cansancio nos vence.

Asevera A.Llano que «una persona es aquel ser a quien ninguna otra persona puede resultar ajena: un ser a quien cualquier otra persona -sea quien sea- le resulta tan propia como ella misma» . Tal es la raíz profunda de toda apelación a la solidaridad que no es un simple sentimiento de universal benevolencia sino una real vinculación en el ser y en el obrar. Cuando nos encontramos frente a otra persona, «el respeto constituye el nervio y la forma primera del deber moral y no por la función que ella desempeñe o por la relación que mantenga con nosotros sino en tanto que persona» . El cuerpo humano en virtud de su origen participa de ese carácter plural y relacional de la persona. El cuerpo al ser recibido de otras personas es un don que implica la corresponsabilidad de esas personas en su cuidado, desarrollo y perfeccionamiento. La consideración del cuerpo como don obliga a una serie de deberes en los que lo generan.

Explica H. Jonas la compasión responsable subrayando que «En la insuficiencia radical de lo que ha sido engendrado se halla prevista ontológicamente, por así decirlo, la asistencia de su procreador para evitar su vuelta a la nada, el cuidado de su posterior desarrollo. El engendrar contenía ya la aceptación de tal papel tutelar. Su cumplimiento (que también pueden llevar a cabo otros) se convierte en un deber ineluctable para la precariedad de un ser cuya existencia se halla por sí misma legitimada» . Por tanto lo que impulsa al hombre a ser moral, a convertirlo en un sujeto moral es como dice Bonete «la llamada procedente del ser del otro, de un otro cuya condición humana le hace vulnerable, frágil, necesitado y padeciente y muriente» . Resulta difícil reconocer que quien no sabe lo que es cuidar del padecimiento de otro, de un familiar o un de desconocido, sepa a la postre en qué consiste obrar moralmente. Presumiblemente adolezca de un déficit de moralidad en el resto de sus actuaciones humanas ordinarias. Porque no solo la calidad sino también la cantidad de la moralidad en una persona se puede medir por su responsabilidad ante los necesitados. En definitiva el obrar moral no es otra cosa que cuidar de otro, responder de otro.

El sufrimiento ajeno no debería admitir dilemas morales ni la cómoda indiferencia. Una campaña de Médicos Sin Fronteras sugirió hace unos años un principio fundamental que ha de mover toda acción humanitaria compasiva: la capacidad del ser humano para salvar vidas. El mensaje que transmitieron en aquella ocasión pretendía concienciar de que «lo único capaz de salvar a un ser humano es otro ser humano» .

 

*Extracto del libro: “Despertar la compasión. El cuidado ético de los enfermos graves” (Emilio García-Grande)