La OMS (Organización Mundial de la Salud) cifra en un tercio de la población mundial la que no tiene acceso regular a medicamentos esenciales ni a vacunas de calidad. Algunas de las causas son conocidas: la falta de innovación para una serie de enfermedades que afectan a una parte muy importante de la población mundial y el hecho de que existen medicamentos muy efectivos, pero a los que la mayoría de la población no puede acceder, por el precio tan elevado que tienen. Se puede afirmar hoy que se ha puesto en manos privadas, y lógicamente con ánimo de lucro, la solución a los problemas de salud de la población mundial.
El origen de este elevado precio de unos determinados medicamentos lo encontramos en el sistema de patentes, que la OMC (Organización Mundial del Comercio) incluye en los tratados de obligatorio cumplimiento para los países adheridos a este organismo. Y lo hace a través del llamado Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionado con el Comercio (ADPIC), que fuerza a reconocer las patentes de los productos químicos y farmacéuticos.
El sistema de patentes se justifica como instrumento jurídico que sirve de estímulo económico para la innovación, aunque hay una gran opacidad sobre los costes reales de la producción de nuevos medicamentos. Pero más allá del debate lo que generan las patentes sobre productos farmacéuticos es el monopolio sobre un medicamento por parte de una multinacional y el consecuente encarecimiento del precio ante la inexistencia de competencia y de la imposibilidad de producir genéricos, excepto por motivos de emergencia que son necesario justificar.
De los elevados precios no quedan exentos ni siquiera los medicamentos esenciales (aquellos seleccionados para satisfacer las necesidades prioritarias de salud de la población), que la OMS establece que deben estar «disponibles en todo momento, en cantidades suficientes, en las formas farmacéuticas apropiadas, con una calidad garantizada y a un precio asequible para las personas y para la comunidad». Y esto no sólo afecta a los países empobrecidos, sino que también repercute negativamente sobre los presupuestos de los países del Norte (a menudo el elevado precio se sufraga con las arcas públicas) y a veces llega hasta el bolsillo de los pacientes, como ha sucedido en España con el Sovaldi®, un fármaco para tratar la hepatitis C.
El modelo de patentes es muy eficiente para las empresas farmacéuticas, pero es muy ineficiente para el conjunto de la sociedad, drena recursos esenciales desde los sistemas de salud en beneficio de las grades corporaciones y además genera déficit público. La prescripción inadecuada y los costes de los efectos adversos inducidos por la presión del marketing, el gasto exagerado en marketing y los beneficios muy por encima de la media de otras industrias, suponen un gasto innecesario para los sistemas de salud en la UE que pueden estimarse en 70.000 millones de euros anuales.
Las patentes para los productos farmacéuticos son habitualmente por veinte años. Y esto significa que durante este periodo ningún otro laboratorio puede producir un medicamento con la misma composición. Por si veinte años fuera poco, las grandes empresas han ideado un sistema complejo de superposición de patentes muy similares que consiguen alargar aún más la duración de la patente. Básicamente se trata de cambios en el producto que generan una nueva patente, pero que muchos expertos cuestionan que sea realmente relevantes.
El derecho a tener acceso a los medicamentos, que pueden salvar la vida o mejorar sustancialmente el estado de salud de millones de pacientes, puede colisionar con el derecho de las compañías a proteger mediante patentes las fuentes de inversión que destinan a su desarrollo. ¿Se puede encontrar un balance adecuado?
No solamente se puede, sino que se debe. Los derechos de propiedad intelectual e industrial son derechos creados socialmente y al servicio de valores que se aceptan por razones de utilidad, no constituyen un fin en sí mismo. Su finalidad es que la ciencia y la tecnología avancen. Y por encima del derecho de propiedad intelectual está el derecho a la vida, el derecho a la salud, que es un derecho humano fundamental.
El problema se plantea, pues, cuando las grandes corporaciones no solamente quieren recuperar el coste de la investigación, sino que quieren tener máximos beneficios a corto plazo y fuerzan un precio que no tiene que ver con los gastos de producción y de investigación (precio por «valor» y, además, protegido por la patente). En esencia la naturaleza del problema reside en que la patente es un mecanismo que pretende generar el suficiente derecho de propiedad como para incentivar la innovación y el desarrollo tecnológico, pero no tanto como para que sea el poder de mercado asociado el que suponga una reducción del bienestar social.
Por lo tanto, se debe lograr un equilibrio entre, la protección de la inversión en investigación para fomentar el avance de nuevos medicamentos, asumiendo un mayor coste «actual» para la sociedad, al permitir a la empresa poner un precio más elevado, que incluye el coste de la fabricación y el coste de la investigación y desarrollo del nuevo producto, de manera que recupera su inversión obteniendo un beneficio razonable. Y, por otro lado, el exceso de gasto para el paciente y para los sistemas públicos de salud, que puede suponer una barrera real para acceder a un medicamento que mejora la salud de los pacientes, en el caso de que los precios fijados sean abusivos. Cada vez se hace mas necesario la búsqueda de ese equilibrio en el que prime el bienestar social, en especial el de los más débiles.
Está claro que la búsqueda del máximo beneficio que ha impulsado e impulsa a la industria farmacéutica está provocando la muerte de millones de personas cada año por enfermedades que se podrían curar fácilmente. Muchas otras enfermedades se podrían curar, pero no se investigan porque aunque se encontrara un tratamiento eficaz, no resultaría rentable. Además la mayor causa de mortalidad en el mundo son las enfermedades de los países empobrecidos, expresión de la pobreza extrema (según informe de la OMS de 1995) y que ha superado hoy los mil millones de hambrientos a nivel mundial. Es sobre esta realidad sobre la que tiene que balancearse los beneficios derivados de la protección intelectual.
Si no se consigue este equilibrio habrá que recordar al economista Germán Velasquez, que ha trabajado 20 años en la OMS y que decía que «La industria farmacéutica, como está constituida actualmente, es enemiga de la salud pública».