Hoy en día a nadie se le hace extraño oír hablar de cliente o usuario en vez de enfermo o paciente. Constatamos un mayor consumismo sanitario y una mayor dependencia de todo tipo de máquinas, tecnología, laboratorios y de medicamentos o drogas.

Observamos que las diferentes etapas de nuestra vida van quedando en manos de los profesionales: la concepción, la anticoncepción, el embarazo, el nacimiento, la lactancia, la infancia, la adolescencia, la sexualidad, la curación, los estados de ánimo, la menopausia y el envejecimiento nos están siendo arrebatadas.

No sólo se medicaliza nuestra vida sino también el sufrimiento y la muerte: el manejo del sufrimiento pasa de ser una cuestión metafísica y religiosa a ser un objeto susceptible de tratamiento a manos de la medicina. La aceptación de lo inevitable no tiene cabida cuando se vende la idea de que casi todo tiene cura o remedio, siguiendo el mito moderno de que la ciencia encontrará la cura de todas las enfermedades y hará al hombre inmortal.

Se afirma así un concepto reduccionista y mercantilizado de la salud o del proceso salud-enfermedad y un cierto mensaje va calando: …debe vd. hacer ejercicio, no fumar ni beber alcohol, tómese un hipolipemiante, un antiagregante, hágase frecuentes análisis y pruebas pues es posible que sea vd. prediabético o tenga preosteoporosis u osteoporosis, debe adelgazar, esté atenta a la premenopausia y combata vd. la menopausia, tome medicación para que no se le caiga el pelo -y de paso evite el cáncer de próstata, no sea tonto-, prevéngase de todo riesgo…Ya se sabe que «es mejor prevenir que curar», sobre todo si dicha prevención implica un consumo de por vida. Tómese un antihipertensivo, y no se olvide de la píldora contra la eyaculación precoz, para responder mejor sexualmente. Y si su presupuesto se lo permite disponga en su domicilio de un desfibrilador automático que  le pueda a Vd. sacar («resucitar», se dice) de una parada cardiaca. Y si quedó triste, tras esa resucitación, puede que tenga una depresión; o si sale un poco «parado» o tímido podría tratarse más bien de una fobia social; o si quedó un tanto inseguro sobre su futuro más bien tendrá Vd. una ansiedad generalizada; y si le dan sofocos, palpitaciones y miedo a morir le llamaremos trastorno de pánico… En cualquier caso, Vd. va a necesitar un nuevo antidepresivo para combatir esa «nueva enfermedad».

Es decir, en el «altar» de la calidad de vida se tiende a considerar como patológico y, por tanto, susceptible de diferentes tratamientos médicos, cualquier malestar provocado por algunos alejamientos de la normalidad o de un cierto ideal y se teme que ello pueda extenderse, con más motivo, hasta otros problemas prevalentes como los déficits de elocuencia, oído musical, e incluso  capacidad de razonamiento lógico o creativo.

A este consumismo irracional de medicamentos contribuyen varios factores:

– la relación de agencia: el paciente deja en manos del médico la decisión sobre qué debe hacer y/o tomar para curar o mejorar su salud.

– la presión de la «información» y publicidad recibidas por los servicios sanitarios, pacientes y ciudadanos, sobre todo los enfermos crónicos.

– la tendencia a concebir el medicamento como un bien de consumo que se puede acaparar.

De hecho, como decía Iván Illich: «La salud, o sea, el poder autónomo de afrontar la adversidad, ha sido expropiada hasta el último suspiro». «En los países desarrollados la obsesión por una salud perfecta se ha convertido en el factor patógeno predominante».

Sin embargo, es sabido – recordemos el informe Lalonde y posteriormente la publicación de la Carta de Ottawa para la Promoción de la Salud- que, entre los determinantes de la salud poblacional, los servicios sanitarios tienen mucha menor relevancia que los factores biológicos y genéticos, que los medioambientales y que los estilos de vida y, sobre todo, que los determinantes sociales y económicos con sus múltiples interacciones.

La multicausalidad de los problemas de salud conlleva que la atención se desplace desde un nivel meramente individual hacia uno marcadamente colectivo. Así, los problemas de contaminación biológica, riesgos ambientales, seguridad alimentaria, etc. no pueden atajarse desde la perspectiva individual, siendo únicamente vulnerables a la actuación desde un enfoque poblacional. Es un hecho comprobado incluso en los países con mejores servicios sanitarios que, a pesar del desarrollo y accesibilidad de los mismos, las desigualdades en salud han aumentado entre clases sociales. Así se confirma la relación entre las rentas bajas y mayores dolencias crónicas. Las correlaciones entre renta y salud se producen desde los escalones más bajos de edad, revelando que se vinculan a la forma de vida del hogar y no sólo al crecimiento del bienestar individual de cada persona.

La propia OMS ha llegado  a afirmar que «en lugar de reforzar su capacidad de respuesta y prever los nuevos desafíos, los sistemas sanitarios parecen hallarse a la deriva, fijándose una tras otra prioridades a corto plazo, de manera cada vez más fragmentada y sin una idea clara del rumbo a seguir».

Podemos decir que las respuestas del sector de la salud a un mundo en transformación han sido inadecuadas e ingenuas. Inadecuadas, en la medida en que no han sido previsoras ni oportunas: a menudo no se ha hecho lo suficiente, se hizo demasiado tarde o se hizo en el lugar equivocado. E ingenuas, porque cuando un sistema falla se deben aplicar soluciones, no remedios transitorios.

Es decir, que la Salud tiene mucho más que ver con la buena alimentación, el trabajo y la vivienda dignos, las pensiones justas, las infraestructuras adecuadas para disponer de agua potable, de energía y transporte, de alcantarillado y de tratamiento de aguas residuales…Y tiene y tendrá más que ver, especialmente, con una educación y una cultura solidarias.